Por ti aprendí a volar. Literalmente.



Estamos hablando de Fernando, un joven de 23 años que durante todo ese tiempo nunca ha salido de la península donde nació. Con planes de crecer y morir en mi ciudad natal, los viajes sin duda nunca han sido un tema de importancia dentro de mis planes, las cuatro o cinco horas que toma ir de mi ciudad a Playa de Carmen son lo más lejos que he llegado y son un suplicio que solo sufro una vez cada muchos años con la recompensa de ver a mi familia para alguna ocasión especial.



Así que no, no soy de esos millenials que buscan recorrer el mundo y conocer nuevos lugares, pero qué graciosa es la vida que nos lleva a donde no creíamos y de pronto un miércoles por la tarde estoy buscando vuelos para la siguiente semana a nada más y nada menos que la ciudad de Madrid, a más de 9,000 kilómetros de aquí.



Así empezó la aventura de lo que hasta hoy ha sido el viaje más largo de mi vida. 

El miércoles por la noche ya con el cargo en la tarjeta de crédito y con el subsecuente permiso del trabajo, aún me estaba mentalizando para lo que dentro de exactamente una semana sería el primer vuelo de mi vida. Pues claro, si nunca he estado ni a 1,000 kilómetros de casa de mis padres, ¿Cómo iba a saber lo que es tomar un vuelo? 

Pero si vamos a hacerlo, hagámoslo a lo grande, tu primer vuelo a Ciudad de México y para el segundo, tu primer vuelo internacional, estrenando un pasaporte que ni siquiera sabes cómo usar.

Siempre le he tenido un temor a los aeropuertos, a la burocracia, a los contratiempos. Yo, que nunca he salido del país desconozco absolutamente todo el proceso de migración, por lo que por días estuve leyendo de arriba a abajo todo texto habido y por haber sobre el tema.

¿Cuántas horas antes debo llegar al aeropuerto? ¿Qué debo hacer al llegar? ¿Debo cambiar mis maletas para la conexión? ¿Tengo que recoger otro pase de abordar? ¿Qué puedo hacer esperando mi conexión? ¿Tendrán buen café? ¿Y si me desmayo?

Esas y otras preguntas pasaron por mi mente durante absolutamente toda la semana, así que cuando llegó el miércoles a las tres en punto de la mañana, con las maletas listas y las esperanzas bien puestas me subí al automóvil de mi padre y nos dirigimos camino al aeropuerto.

Aproximadamente media hora después estaba parado frente a las puertas del famoso aeropuerto, porque claro, no había abierto. Así que ahí estuve parado más de una hora esperando el abrir de las puertas, apoyándome en el hombro de mi amada madre, que probablemente compartía un poco de mi miedo.

Ya eran cerca de las cinco de la mañana cuando al fin accedimos y primero lo primero, registrar maletas. Así que ahí estaba en la fila, temeroso de que las reglas de la física hayan decido cambiar de la noche a la mañana y que mi maleta que la noche anterior pesó alrededor de 12 kilogramos haya decidido pesar más esta mañana, pasando el límite de 19 kilogramos que marcaba mi boleto. 

Llegando al registro todo pinta bien, doy mis datos y subo la maleta a la báscula para después empezar con el cuestionamiento. 

— ¿Algún alimento? —Iba ensayando en mi mente esta pregunta desde que supe que llevaría conmigo una caja de ‘choco-zucaritas®’ que con mucho amor iba dentro de mi equipaje como parte de un encargo. 

—Sí. Una caja de cereal. — Respondí y para mi alegría no causó ningún problema pues no se hicieron más preguntas, de la primera salí libre con el equipaje registrado en camino a España.

Después de unos minutos en la sala de espera despidiéndome de mis padres, me dirigí a la sala de abordaje, no sin antes registrar mi equipaje de mano, en la que para colmo de mis miedos, traía pastillas y demás medicamentos que, al menos en el primer vuelo no me causaron ningún problema.

Ya sentado y esperando que el avión despegue, como buen primerizo me puse a leer cuanto folleto encontré y notando que habían varios lugares vacíos, aproveché para moverme a un lugar junto a una ventanilla. 

Después de los cursos básicos a los que presté más atención que a mis maestros de preparatoria, estaba listo para despegar. Con un chicle en la boca por eso de los cambios de presión y muchos nervios, conforme el avión ascendía mis oídos se tapaban hasta que el chicle dio efecto. Diez puntos a mi hermana que me dio la recomendación. Aproveché para tomar una foto a las luces de mi ciudad (malísima por cierto) y escuchando la canción de División Minúscula con un título similar, literalmente, me puse a volar.

Después de poco más de una hora ya era tiempo de mi primer aterrizaje y la verdad es que estaba tan cansado por lo corta que fue mi noche, que no recuerdo mucho sobre cómo fue.

Ya en suelo desconocido y con seis horas de espera para mi conexión decidí aventurarme dentro del “gran” aeropuerto de la Ciudad de México, donde recorrí las tiendas buscando algo que desayunar, con un croissant (cuernito pues) y una taza de café decidí sentarme a leer. 

Pasaron las horas y decidí prepararme para mi próximo vuelo, cerca de dos horas antes me di una vuelta por las tiendas y compré un peluche de Polar con doble intención, la primera como regalo para la persona que me recibiría en Madrid y la segunda, usarlo como almohada para las casi doce horas que duraría el vuelo. Así que con mi mochila, mi muñeco de Polar y una recién adquirida bolsa de Panditas rojos me dirigí a la puerta de abordaje.

Cuando llamaron al fin para abordar, personal de la Policía Federal decidió que mi cara de temor y mi peluche de tamaño considerable era suficiente motivo para catearme. Por suerte todo salió bien y no me tuvieron que confiscar mis panditas que tanto bien me harían durante las doce horas por venir.

Ya en el túnel me despedía por primera vez de mi país, lugar del que nunca soñé con salir. Iba en camino a la madre patria con destino a una persona, más que a un país. 

Para ahorrarles el cuento, pasé las primeras ocho horas del viaje acomodándome y desacomodándome en mi lugar, viendo películas y leyendo en mi Kindle cuando la luz lo permitió, hasta que al fin decidí romper el hielo y hablar con mi compañero de vuelo. La mejor decisión que tomé. 

Conocí a, digámosle, Javier, un joven mexicano que viajaba a Madrid para hacer conexión rumbo a Berlín, donde se encuentra estudiando su maestría. Después de platicar de nuestras carreras, él ingeniería mecatrónica y yo ingeniería civil, le conté que el motivo de mi viaje y lo nervioso que estaba por llegar y enfrentarme a “Migración”, por lo que me contó sus experiencias tratando de darme calma.

Después de un largo viaje al fin aterrizamos, venía la parte que más temía, llegar a un país desconocido y por un proceso que desconocía por completo, con un equipaje de mano lleno de pastillas, una maleta documentada con alimentos que no estaba seguro si podía acceder al país y un pasaporte nuevo que por primera vez iban a sellar.

El aeropuerto de Madrid-Barajas es uno de los lugares más bonitos que he visto, y si creía que el aeropuerto de Ciudad de México era grande, la verdad es que se quedaba corto con éste lugar. Cuatro terminales y un anexo dedicado a vuelos internacionales, la terminal 4S, que incluso debes tomar el metro para llegar del mismo interior del aeropuerto a dicha terminal.

La suerte estuvo de mi lado y mi recién conocido compañero me guió durante todo el trayecto. Al fin llegué al lugar donde sellarían mi pasaporte, dejé a Javier pasar primero y luego al fin me tocó pasar, solo recibí dos preguntas — ¿Cuál es el motivo de su visita? — Y en seguida — ¿Cuántos días se planea quedar?

Dos simples respuestas bastaron y como por arte de magia, me dejaron entrar. Enseguida corrí un poco para alcanzar a Javier y le pregunté dónde sería la parte migración donde me harían preguntas y probablemente revisar hasta mi equipaje, a lo que me respondió — Ya lo hiciste, eso fue todo. —

Más asombrado que aliviado, ya estaba del otro lado, en la Unión Europea. Sin ningún contratiempo, a las seis de la mañana de un día jueves, después dieciocho o diecinueve horas de viajar y con mi primer sello en el pasaporte.

Con la sonrisa en los labios y el corazón palpitante me dirigí por mis maletas, Javier me siguió guiando desde el lugar donde recoger las maletas hasta la salida del aeropuerto, donde mi destino me esperaba, un par de brazos que iban a calentar éste cuerpo que nunca había sentido los cero grados ni algo similar. 

Ya en la puerta, de la emoción hasta me olvidé de Javier y corriendo a mi destino llegué...

Así fue la historia de mi primer vuelo, mi primer viaje fuera del país, mi primera aventura lejos de mi lindo Yucatán. Y después de algunos meses solo me queda agradecer la experiencia, la emoción y la felicidad de esa primera vez.


Así es que en cierto modo, fue por ti que aprendí a volar. Literalmente.








Comments (0)

Publicar un comentario